En el primer capítulo os hablé de mi madre y en este
capítulo estoy obligado a seguir haciéndolo, porque como os dije, ella fue la
maquinaría perfecta que me preparó para absorber la cultura por el placer de
hacerlo.
En algunas entrevistas, ante la pregunta cómo nació mi
afición por la escritura, siempre lo he dicho y lo seguiré repitiendo, fue mi
madre quien abrió los canales de mi
imaginación con su forma de jugar conmigo, sencilla, natural y divertida. La
gran paciencia la caracterizaba y en aquellos años, las prisas, como hoy se conocen,
no existían. ¿Estrés? Demasiado moderna esta palabra para la forma de vivir en
aquellos años 60.
Como todos los niños tenía mis juguetes, pero la mayoría
del tiempo lo pasábamos sentados, mi madre y yo, frente a frente, sobre una
alfombra cerca de la cocina de carbón y leña, donde ambos con un objeto
cualquiera nos sumergíamos en toda una historia por vivir esa tarde.
Recuerdo que uno de mis juguetes favoritos era un tractor grande de metal, con todos los
componentes. Recuerdo que se abría los laterales donde iba el motor y se podía
despiezar y que sobre el asiento se encontraba un muñeco de goma a escala y con
todos los detalles, incluido su buzo de trabajo. Solía ser ella quien tomando
aquel muñeco y tras jugar un rato con él entre sus manos, moldeándolo y
deformándolo para hacerme reír, empezaba a relatar una nueva historia, como si
fuera algún instante de la vida de aquel ser inanimado. El muñeco pasaba a mis
manos y era yo quien debía continuar con la aventura. Así nos pasábamos largos
tiempos en aquellas tardes, sobre todo largas tardes de invierno, ofreciéndonos
el muñeco el uno al otro para escuchar lo que la otra persona deseaba expresar.
Luego llegaba el momento en que mi madre tenía que regresar a los fogones y al
resto de los quehaceres domésticos y yo, muchas veces con aquella historia ya
comenzada en mi mente, seguía con ella hasta la hora de la cena. Así fueron los
inicios, y donde sigo creyendo que esa forma de jugar muchos padres con sus hijos,
debería continuar en vigor. Es una pena, que nuestra mente de infante, abierta
a todo tipo de experiencias, no se explote más a esas edades. Demasiadas vídeo
consolas, demasiado ordenador, demasiados juguetes que lo hacen todo y en la
gran mayoría, demasiada individualidad del niño. El niño necesita abrir su
mente y compartirla con los demás. Escuchar y ser escuchado y que de esta
manera el lenguaje fluya con tal libertad como lo hace el oxígeno en nuestro
organismo.
Todo esto se remonta a mi más tierna infancia, creo que
estaría entre los 4 y 5 años como mucho y entonces en mi casa no había todavía
televisión, pienso que llegó cuando tuve los 7 años. Bueno, ni en mi casa, ni en la gran mayoría
del pequeño pueblo, por lo que la radio, como dije en el primer capítulo, era
la gran compañera y luego la lectura. Libros juveniles como los del Club de los
7 secretos, o los grandes clásicos de Julio Verne, y sin olvidarnos de los
comics: El capitán trueno, el Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, el famosísimo
TBO y tantos otros.
La habitación la compartía con mi hermano, un año menor
que yo, y como nos llevaban pronto a la
cama a dormir, él me pedía que le contara un cuento, pero no se conformaba con
los que se amontonaban entre las estanterías, él quería uno nuevo cada noche y
no se le podía engañar. Ese hecho me obligaba a crear una nueva historia en mi
mente y de aquella manera, con aquellas palabras que poco a poco se hacían
pesadas en mi mente y ya apenas podía pronunciar y menos ser escuchadas en la
habitación, nos quedábamos dormidos los dos.
Próximo capítulo Mi primer cuento y mi primera
frustración.