Paseo por las calles del centro de Madrid. Hace frío. De
algunos locales se escapa el sonido de los villancicos que una vez más van
invadiendo los días previos a la Navidad.
Al llegar ante la Puerta del Sol,
dos imágines me detienen: Primero el reloj. Ese reloj que por décadas ha
señalado las horas todos los días y pocos, salvo los turistas, se detienen un día
normal para admirarlo. Tan sólo un día, el 31 de Diciembre y por qué, porque da
el cambio del año.
En una ocasión fui esa noche,
quería saber que se sentía allí, rodeado de miles de personas, gritando,
hablando, esperando bajo el frío de la noche, que llegara la hora señalada: Las
00:00
Poco a poco la gente fue
invadiendo toda la plaza, la carretera que es cortada por unas horas y
disfrutando de un espectáculo de luz y sonido. Viendo como la gente reía, se
divertía, al igual que el grupo con el que me encontraba. Todos con ganas de
divertirse, de pasar unos instantes diferentes y esperando ansiosos las
campanadas con aquellos botes de uvas en la mano, para tomarlas a cada señal. Y
llegó el momento esperado y el reloj se iluminó más de lo normal y el carillón bajó
y todos esperamos y esperamos y las campanadas no se escucharon, porque con
toda la multitud, con todo el griterío, allí abajo no se escuchaban como se
oyen en la televisión. Nos quedamos con las uvas en la mano, como tontos, sin
saber que hacer y mirándonos los unos a los otros. De pronto, uno de nosotros
se puso a imitar el sonido de las campanadas y las tomamos, entre risas,
mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo negro de Madrid. Pero aún
no quedó ahí la cosa. Toda aquella marabunta de gente deseaba salir y claro,
todos a la vez, como ganado de una manada que se llevaban todo por delante como
en una estampida. Un amigo perdió su bufanda y a otro le llevé en volandas,
porque al ser bastante bajito, le aplastaban. Cuando salimos respiramos como si
en una batalla campal hubiéramos estado en contienda. Ahora, cada vez que un día
normal paso por delante del reloj, me recuerdo de aquel día y entre una sonrisa
cómplice, lo saludo porque sé que nunca, si puedo, volveré en una noche como
esa a visitarlo.
La otra mirada se centra en el árbol
de Navidad y me transporta a los hogares, donde cada año se colocan los
adornos, donde cada año un árbol se planta sobre una maceta o sobre un soporte
y se adorna: elegantemente, excesivamente, exageradamente e incluso
extravagantemente o a la última moda. Sí, falta hasta imaginación en algunas
personas y se fijan como están decorados en los comercios ese año: todo en
blanco, todo en rojo, todo dorado y así lo ponen en sus casas. Pero ante todo,
que no falte y a todos los de la casa les parece fantástico, y llega la Noche
Buena, que no sé que tiene de buena, sobre todo para quienes se pasan en la
cocina todo el día cocinando y cocinando sin cesar, como si ese día se
terminase el mundo y se tuvieran que agotar las existencias que se han
comprado. Luego la preparación de la mesa y todos a cenar.
Una noche, supuestamente, de
convivencia. Una noche familiar. Una noche donde se reúnen personas alrededor
de la mesa, que muchas veces llevan un año sin verse e incluso los que entre
algunos no se hablan, no se soportan, se envidian; durante esa cena, se lanzan
cuchillos dialécticos y a medida que la cena va llegando a su fin o mejor
dicho, el vino y otras bebidas alcohólicas van siendo consumidas, las lenguas
se disparan más afiladas y comienzan las discusiones, mientras los niños
quieren sus regalos, porque ahora también se regala en Noche Buena. Sí, desde
hace años, la guerra está en los comercios, en los anuncios, en las películas,
donde Santa Claus, compite con Los Reyes Magos y donde los niños se aprovechan,
“Quiero que me traiga Santa Claus, esto y lo otro y los Reyes, aquello y lo de
más allá” y los padres, abuelos, tíos y primos mayores obedecen, porque es “normal”,
es lógico que los niños tengan regalos y que esos días jueguen. La escusa más
tonta que se escucha es: “si se regala en Noche Buena, los niños tienen más
tiempo para jugar” Menuda estupidez, a nosotros nos lo traían los Reyes Magos y
jugábamos, no sólo ese día, sino todos los del resto del año; pero claro, el
resto del año los juguetes se quedan abandonados en el fundo de un armario,
encima de él o en la guardilla, porque algunos resultan tan caros que se teme
se estropeen. ¿Para qué coño son los juguetes más que para jugar y que un día
queden destrozados por tanto juego; pero no, se amontonan y amontonan y los niños
juegan con lo esencial.
Paseo por las calles del centro
de Madrid y me interno en la Plaza Mayor, allí cientos de comercios ofrecen
todo tipo de adornos para esos “maravilloso árboles” y las figuras que poco a
poco van completando un Belén, que ahora, en la mayoría de las ocasiones, no
sirve de unidad familiar cuando toca colocarlo, sino que se pone y muchas veces
se escuchan frases como: “que ganas tengo de que pasen estos días, esto no hace
más que estorbar” y cuando los niños se acercan a admirarlo, enseguida el grito
salta desde el otro lado del salón: “no se os ocurra tocar nada” Cuando la
nieve artificial o el musgo cae al suelo, la voz de quien limpia siempre es la
misma: “el año que viene no se pone toda esa mierda, sólo lo necesario y nada
de porquerías que se caiga al suelo” ¿Hemos perdido el valor de la Navidad?
Continúo paseando entre los
puestos y aparecen los disfraces, las pelucas, los gorros y cuernos de ciervo,
y la gente se los pone por la calle y se siente realizados (debo reconocer que
yo también me he colocado algunas veces un gorro de esos J)
como si aquella estupidez puesta sobre la cabeza, fuera una prenda necesaria u
obligada, porque muchos así lo consideran y se creen que con ello, ya llevan
dentro el espíritu navideño. ¿Hoy por hoy, alguien sabe qué es el espíritu
navideño? Para finalizar este recorrido entre los puestos, entre la multitud
que no te dejan acercarte, están los de las bromas, petardos y tracas. El
petardo, cuanto más grande mejor y no es que me parezca mal, que yo también he
jugado con ellos, pero es que la gente es muy animal y se ponen a lanzar
petardos como el que tira confetis, sin saber el peligro que pueden ocasionar y
si además, no fuera suficiente el peligro de no controlar el lugar de explosión,
algunos buscan esos rincones e incluso papeleras para que el ruido sea mayor y
destrozar, de paso, algo común. Pero que más da, cada año volverá a pasar más
de lo mismo.
Paseo por las calles del centro
de Madrid y mientras veo derrochar dinero sin ningún tipo de control, me
encuentro con los vagabundos, tirados en mitad de la calle, unos sin brazos con
un bote de plástico en la boca emitiendo ruidos con las monedas en su interior,
para que la gente lo mire. Allí, semidesnudo, exhibiendo su minusvalía, con
mirada perdida, porque en realidad no debería estar ahí, sino siendo atendido,
mimado y cuidado, y me pregunto. ¿Quién será él que le obliga a estar allí en
aquel estado inhumano para despertar piedad y que alguien le lance una moneda?
Mientras llega la noche, las
aceras se llenan con gentes que entran y salen de restaurantes, de cines y
teatros y entre todo aquel decorado, de opulencia y diversión, de gastos
incontrolados que al finalizar el mes y tras los regalos, se quejarán de que
pasarán uno o dos meses en la ruina, otro aspecto de la humanidad mal entendida
comienza a brotar en la noche, entre los portales, las entradas de los
comercios ahora cerrados, entre las aceras. Cajas cubriendo el suelo como
colchones sobre una cama imaginaria. Cajas donde se introducen personas para
pasar la noche y sofocar el frío de la misma, y nadie se detiene, nadie piensa.
Se han convertido en un elemento más de la ciudad, como si fueran un banco de
madera abandonado, una papelera, una farola, un puesto de periódicos. ¿Quién
está ahí dentro? ¿Quién duerme en esas cajas de cartón? A quién le importa
quienes sean o no, mientras ellos llegan a sus casas cálidas por el esfuerzo de
calefacciones, muchas veces incontroladas en sus temperaturas. Donde les
aguardan las comidas y cenas desmesuradas que revientan los estómagos y que
juran que al año siguiente no volverán a comer y cenar así, y no invitarán a
fulanito o menganita, pero que repetirán el mismo error una y otra vez. Mientras
los juguetes se amontonan bajo el árbol y luego el amontonamiento será encima
de un armario, pasando los días.
Paseo por las calles del centro
de Madrid y aún viendo todo esto, aún pensando en todo lo que algunos cuentan y
uno mismo vive en sus carnes, confío. Sí, confío en que un día el ser humano se
de cuenta, que las navidades nacieron con el espíritu de la convivencia, de la
unidad, de la fraternidad, de la paz, de la sonrisa real y del abrazo de
amistad. Confío en que despertemos de una mala pesadilla y las cenas sean
copiosas en su medida, pero en armonía familiar, en conversaciones y risas, en
cánticos y descanso. Confío que un día, las cajas en las calles desaparezcan y
con ellas los mendigos, quienes habrán encontrado un hogar, un lugar donde
estar calientes y sentirse protegidos. Confío en que la humanidad se vuelva más
humana y con ese pensamiento regreso a casa, no sé si más aliviado, más nostálgico
o resignado, porque yo al menos si lo intento dentro de mis posibilidades y… ¿TÚ?