Mi madre también fue la primera persona que me enseñó a
escribir y la “adopté” como mi gran
maestra. Lógicamente como todos los niños, con mis 5 añitos comencé al colegio
tras haber pasado un año de párvulos, pero cada vez que dudaba como escribir
una palabra iba corriendo donde mi madre y ella me mostraba como hacerlo. De esta forma no sólo aprovechaba lo que el
profesor o profesores me enseñaban, sino que jugaba con ventaja, como se suele
decir: En casa.
Cursaba tercero de EGB cuando llegaron los días antes de
las vacaciones de Navidad y desde cada curso escolar se organizaban diferentes
talleres manuales. Yo me apuntaba a todos. Las mañanas de los sábados eran de
las más felices de mi vida yendo unas horas a clases de manualidades. Me podía
la impaciencia. En cuanto veía algo o sabía lo que deseaba hacer, lo tenía que
tener YA ejecutado. Los profesores y más concretamente las monjas que daban
estas actividades, se volvían locas diciendo que tenía que tomarme mi tiempo.
¿Tiempo? ¿Qué era eso? Yo quería tener
hecha mi casita de palillos y como me sobraba tiempo, terminaba creando todo un
pequeño pueblo. O intentaba dibujar aquel dibujo imposible. ¡Qué malo he sido
siempre dibujando! Y entre todas aquellas actividades de los sábados por la
mañana, estaban las redacciones, los cuentos, los relatos y una de aquellas
primeras frustraciones era que deseaba escribir más y desconocía las palabras
en su forma escrita. Sí, vocabulario me sobraba, era un gran charlatán desde muy niño, ¿por
qué entonces no podía escribir las palabras que surgían por mi boca? Una pregunta demasiado compleja para
un niño de unos siete años. Había una monja que era muy paciente conmigo y me
lo intentaba explicar, pero yo era demasiado cabezón. Bueno, en ocasiones debo
confesar que todavía lo soy.
Con mucha paciencia, con demasiada, tanto mi madre, mis
profesores y algunas de aquellas monjas, consiguieron que mi habilidad para
plasmar las palabras sobre una hoja tuviera sus frutos y en aquel tercero de
EGB, por fin me lancé a presentar mi primer cuento navideño. Claro, por supuesto
que recuerdo el título y la historia. “El pájaro de las plumas azules” Un cuento,
que será el que este año os ofrezca a todos como regalo navideño, aunque a
estas alturas de mi vida, las palabras que use serán más variadas que en
aquella temprana edad. Yo estaba convencidísimo que ganaría el premio y no fue
así. No os podéis imaginar lo mal que lo pasé, hasta el punto que me prometí no
volver a presentarme a un certamen de relatos o cuentos a no ser que me lo
dijera alguien en quien confiera plenamente. Y así sucedió, a partir de aquel
tercero de EGB continué escribiendo, prácticamente a diario, pues para mí era
todo un reto, un juego donde me involucraba contando historias y creando
personajes que iban llenando mi mundo interior, un mundo, que como sucede con
el cosmos, no tiene fin, y donde pasados los años, muchos desde aquel primer
cuento, sigo opinando de la misma manera. La magia de la escritura es total.
Creo que no tenía los ocho años cuando mis ojos se
abrieron a otro nuevo mundo. La máquina de escribir. Sí. Os he hablado de mi
impaciencia. Necesitaba terminar una cosa en cuanto podía para emprender una
nueva y un día, no sé el motivo exacto, iba con una monja caminando por uno de
los pasillos de las aulas y entró en una de ellas. De aquella clase surgía un
sonido repetitivo y metálico provocado por unos objetos negros de metal que contenían
las letras en unas teclas redondas negras de metal. Estas teclas al ser golpeadas
por un dedo terminado salían disparadas hacia arriba y aquella letra quedaba
grabada en el papel. No me lo podía creer, aquellas chicas, porque era una de
las actividades femeninas, eran capaces de escribir muy deprisa sin usar el lápiz o el bolígrafo. No os olvidéis que estamos
hablando de los años 60 en un pequeño pueblo con raíces muy conservadoras donde
hombres y mujeres eran diferentes, hasta el punto que niños y niñas no jugaban
ni estudiaban juntos y en una gran mayoría, en la propia iglesia hombres y
mujeres se sentaban en zonas diferentes. Pues bien, aquel aparato se quedó grabado
en mi mente y cuando llegué a casa, se lo dije a mi madre.
Ella me explicó que
se trataba de una máquina de escribir y que lo que hacía era dejar impreso a
través de una cinta de tinta que golpeaba la tecla las letras deseadas. Y
claro, la frase mágica fue cuando dijo: Lo que hace es que cuando uno aprende
va más deprisa escribiendo que si lo hacemos a mano. Más deprisa, más deprisa,
más deprisa. Sí, aquello era lo que necesitaba y quería aprender y llegó el
drama. Yo no podía aprender a escribir a máquina, no porque fuera un chico,
sino porque a mi edad tenía los dedos muy débiles para golpear con fuerza y
sobre todo por la falta de vocabulario escrito. ¡Una mierda! Soy un cabezón y
cada día al despertarme martirizaba a mi madre con que necesitaba aprender a
escribir a máquina, durante las comidas, antes de ir a dormir, antes de
asearme. A todas horas hasta que la mujer desesperada acudió donde las monjas y
les imploró que al menos intentaran darme una clase, que seguro al ver que era
muy complicado desistiría y que así todos contentos. La monja accedió y una
tarde tras las horas lectivas mi madre me acompañó a aquella aula, que quedaba
prácticamente frente a mi casa, nada más cruzar la carretera. Debo reconocer
que los primeros días los dedos me dolían muchísimo, pero en ningún momento
dejé de ir a una de aquellas clases y ante el asombro de la monja y de mi
madre, en aquel primer curso, mi mente retuvo todo el mágico proceso de
escribir a máquina sin mirar al teclado. Lo había conseguido. Ahora tendría que
estudiar la forma de tener una de aquellas máquinas en mi casa.
P.D. La primera máquina es similar a la que mis dedos tocaron por primera vez y aprendí en ella, la segunda, es idéntica a la que mis padres me compraron un año por reyes.
El próximo capítulo tratará de mi primer premio por un cuento navideño.